jueves, 7 de junio de 2012

Aloha, de Maco

Espacios en blanco
No es fácil reseñar Aloha, el libro que publicó Maco  a fines de 2011; a veces tampoco es fácil leerlo, al menos para el lector acostumbrado a la historieta digamos clásica, que se lee (más o menos) de izquierda a derecha y que deja claro que cada viñeta siguiente nos muestra algo que sucede después. Hay páginas de Maco (en Aloha, pero también en su tira semanal Fedra, del blog colectivo Marche un cuadrito, o en su propio blog) que están más pensadas para mirarse que para leerse, que desafían toda sucesión clara, que construyen simultaneidades más que secuencias, que ofrecen facetas de una situación más que una narrativa propiamente dicha; en cualquier caso, más difícil todavía, como empecé diciendo (porque he terminado por concluir que ofrecer en una reseña una lectura de un libro de Maco es una tarea que puede llevar al ridículo, como sucede con otros grandes libros), es escribir sobre las páginas de Maco, cuadradas, facetadas, no-lineales y siempre o casi siempre brillantes.
Por supuesto que este encare que intenté esbozar implica en su formalismo una visión limitada de la obra de Maco, que no se agota en sus sutiles juegos con el formato; las viñetas de esta dibujante, de hecho, están habitadas por dulzura, ternura, encanto, a veces ironía y casi siempre humor. Cierto “minimalismo” –por llamarlo de alguna manera– a la hora de pensar y crear historias suele convertirse en una caja de sorpresas cuando sus páginas estallan en detalles; en rigor, todo Aloha es una sucesión de sorpresas y supernovas.
El libro comienza con una chica (la Maco ficcional, digamos) durmiendo en medio de una nada blanca que bien podría significar el espacio no diferenciado previo a la irrupción de los acontecimientos o quizá lo dado por sentado, lo que no vale la pena dibujar (como si uno de los mandamientos de Maco fuera “dibujar sólo lo indispensable”); un ratoncito se acerca desde la izquierda de la página y la despierta o facilita su despertar (¿o la arroja a otro sueño más profundo, a otro universo?); el resto es la forma más esencial de una historia de aventuras: el personaje se pone en movimiento y encuentra peligros y maravillas.
Un modelo a escala de Aloha, entonces, podría pensarse como una sucesión de prodigios: La Maco ficticia encontrará una casa habitada por un fantasma (lo que le permite armar, en las páginas 16 a la 18, una muestra brillante –verdadero rompecabezas– de su narrativa gráfica no lineal), una caverna en la que una gran representación de un dios ratón muy parecido al pequeño roedor que la despiertó, una Muerte –manto y guadaña incluidas– verborrágica y al borde del suicidio, un templo griego sobre una colina habitada por un demonio, una biblioteca hogwartsiana, una ciudad del futuro (ante la que la protagonista dice “¡uy, me pasé!”, afirmación que admite una lectura metanarrativa, como si se tratara de una exclamación de la propia dibujante), un juego genial con la forma de las viñetas y el dibujo (una vez más cabría decir que “minimalista”) de la calle por la que va caminando y, por fin, un retorno al sueño indeterminado del principio que, simétricamente, nos muestra al ratoncito moviéndose de derecha a izquierda en la página, para desaparecer en la última viñeta, un gran vacío en el que apenas vemos las piernas de la dormida protagonista.
Los diálogos no abundan (y en ese sentido también hay poco “que leer” en Aloha), pero estallan en comicidad en el encuentro de la protagonista con la Muerte (¿así que sos jardinero? le pregunta a la Muerte la Maco ficticia; no, responde la Muerte, me gusta la jardinería, soy aficionado), en el que (¿otro guiño metanarrativo?) ambos personajes coinciden en que les “gusta el silencio”.
Un poco antes de la mitad del libro y cerca de los tres cuartos de su extensión aparecen los mejores dibujos hasta el momento de la autora, tanto en la mencionada casa con el fantasma como en las cavernas y la biblioteca; aquí Maco deja clara su filiación con la escuela de la “línea clara”, especialmente con Hergé (lo cual la acerca a su colega Alejandro Rodríguez Juele) y su ojo para los detalles, que la acerca por momentos al virtuosismo (páginas 45, 49 y 51 por ejemplo).
Merece especial atención la ya mencionada página 51, en la que vemos una casa desde arriba, como si no tuviera techo, y las 16 viñetas cuadradas arman una suerte de rompecabezas (que hubiese encantado al escritor francés Georges Perec) de las habitaciones como el fondo estático por el que se mueven los personajes. Cada una de estas páginas de alta complejidad (incluyendo las también mencionadas 16 a la 18) pueden ser descompuestas en un análisis pormenorizado que revele, por detrás de las simultaneidades y los juegos con los límites trazados por las viñetas, una secuencia, una historia oculta; muchas veces, sin embargo, esa línea, esa trama, se vuelve indecidible, y hay que dejar la construcción de la secuencia en suspenso; ese juego con el enigma, sin embargo, no se siente como una complejidad innecesaria sino más bien como un gesto esencial al juego al que nos invita Maco; de hecho, las páginas con pocas viñetas (los cuadritos altos y alargados de las primeras páginas 8 a la 10, por ejemplo) adquieren, por contraste, un significado denso, una suerte de manera mallarmeana de “decir el silencio”. Es el uso de ese espacio en blanco –ese muro blanco que contiene el fluir de las palabras, especialmente las palabras que puedan articularse en una reseña, en un discurso sobre Aloha–, entonces, uno de los grandes aciertos de un libro fascinante.
Una nota final: el 2011 fue un gran año para la historieta nacional, especialmente para la historieta “joven” o “emergente”, a falta de una mejor manera de designarlo. Aloha –junto a la excelente Ranitas, de Nicolás Peruzzo– se convierte en la gran alternativa a la tendencia principal de la historieta histórica, que practican con éxito Rodolfo Santullo, Alejandro Rodríguez Juele y Federico Murro.

Publicada originalmente en La Diaria el lunes 30 de enero de 2012

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