Espacios en blanco
No es fácil reseñar Aloha,
el libro que publicó Maco a fines de 2011; a veces tampoco es fácil
leerlo, al menos para el lector acostumbrado a la historieta digamos
clásica, que se lee (más o menos) de izquierda a derecha y que deja
claro que cada viñeta siguiente nos muestra algo que sucede después. Hay páginas de Maco (en Aloha, pero también en su tira semanal Fedra, del blog colectivo Marche un cuadrito, o en su propio blog) que están más pensadas para mirarse que para leerse,
que desafían toda sucesión clara, que construyen simultaneidades más
que secuencias, que ofrecen facetas de una situación más que una
narrativa propiamente dicha; en cualquier caso, más difícil todavía,
como empecé diciendo (porque he terminado por concluir que ofrecer en
una reseña una lectura de un libro de Maco es una tarea que puede llevar
al ridículo, como sucede con otros grandes libros), es escribir sobre las páginas de Maco, cuadradas, facetadas, no-lineales y siempre o casi siempre brillantes.
Por
supuesto que este encare que intenté esbozar implica en su formalismo
una visión limitada de la obra de Maco, que no se agota en sus sutiles
juegos con el formato; las viñetas de esta dibujante, de hecho, están
habitadas por dulzura, ternura, encanto, a veces ironía y casi siempre
humor. Cierto “minimalismo” –por llamarlo de alguna manera– a la hora de
pensar y crear historias suele convertirse en una caja de sorpresas
cuando sus páginas estallan en detalles; en rigor, todo Aloha es una sucesión de sorpresas y supernovas.
El
libro comienza con una chica (la Maco ficcional, digamos) durmiendo en
medio de una nada blanca que bien podría significar el espacio no
diferenciado previo a la irrupción de los acontecimientos o quizá lo dado por sentado,
lo que no vale la pena dibujar (como si uno de los mandamientos de Maco
fuera “dibujar sólo lo indispensable”); un ratoncito se acerca desde la
izquierda de la página y la despierta o facilita su despertar (¿o la
arroja a otro sueño más profundo, a otro universo?); el resto es la
forma más esencial de una historia de aventuras: el personaje se pone en
movimiento y encuentra peligros y maravillas.
Un modelo a escala de Aloha,
entonces, podría pensarse como una sucesión de prodigios: La Maco
ficticia encontrará una casa habitada por un fantasma (lo que le permite
armar, en las páginas 16 a la 18, una muestra brillante –verdadero
rompecabezas– de su narrativa gráfica no lineal), una caverna en la que
una gran representación de un dios ratón muy parecido al pequeño roedor
que la despiertó, una Muerte –manto y guadaña incluidas– verborrágica y
al borde del suicidio, un templo griego sobre una colina habitada por un
demonio, una biblioteca hogwartsiana, una
ciudad del futuro (ante la que la protagonista dice “¡uy, me pasé!”,
afirmación que admite una lectura metanarrativa, como si se tratara de
una exclamación de la propia dibujante), un juego genial con la forma de
las viñetas y el dibujo (una vez más cabría decir que “minimalista”) de
la calle por la que va caminando y, por fin, un retorno al sueño
indeterminado del principio que, simétricamente, nos muestra al
ratoncito moviéndose de derecha a izquierda
en la página, para desaparecer en la última viñeta, un gran vacío en el
que apenas vemos las piernas de la dormida protagonista.
Los diálogos no abundan (y en ese sentido también hay poco “que leer” en Aloha),
pero estallan en comicidad en el encuentro de la protagonista con la
Muerte (¿así que sos jardinero? le pregunta a la Muerte la Maco
ficticia; no, responde la Muerte, me gusta la jardinería, soy
aficionado), en el que (¿otro guiño metanarrativo?) ambos personajes
coinciden en que les “gusta el silencio”.
Un
poco antes de la mitad del libro y cerca de los tres cuartos de su
extensión aparecen los mejores dibujos hasta el momento de la autora,
tanto en la mencionada casa con el fantasma como en las cavernas y la
biblioteca; aquí Maco deja clara su filiación con la escuela de la
“línea clara”, especialmente con Hergé (lo cual la acerca a su colega
Alejandro Rodríguez Juele) y su ojo para los detalles, que la acerca por
momentos al virtuosismo (páginas 45, 49 y 51 por ejemplo).
Merece
especial atención la ya mencionada página 51, en la que vemos una casa
desde arriba, como si no tuviera techo, y las 16 viñetas cuadradas arman
una suerte de rompecabezas (que hubiese encantado al escritor francés
Georges Perec) de las habitaciones como el fondo estático por el que se
mueven los personajes. Cada una de estas páginas de alta complejidad
(incluyendo las también mencionadas 16 a la 18) pueden ser descompuestas
en un análisis pormenorizado que revele, por detrás de las
simultaneidades y los juegos con los límites trazados por las viñetas,
una secuencia, una historia oculta; muchas veces, sin embargo, esa
línea, esa trama, se vuelve indecidible, y hay que dejar la construcción
de la secuencia en suspenso; ese juego con el enigma, sin embargo, no
se siente como una complejidad innecesaria sino más bien como un gesto
esencial al juego al que nos invita Maco; de hecho, las páginas con
pocas viñetas (los cuadritos altos y alargados de las primeras páginas 8
a la 10, por ejemplo) adquieren, por contraste, un significado denso,
una suerte de manera mallarmeana de “decir el silencio”. Es el uso de
ese espacio en blanco –ese muro blanco que contiene el fluir de las
palabras, especialmente las palabras que puedan articularse en una
reseña, en un discurso sobre Aloha–, entonces, uno de los grandes aciertos de un libro fascinante.
Una
nota final: el 2011 fue un gran año para la historieta nacional,
especialmente para la historieta “joven” o “emergente”, a falta de una
mejor manera de designarlo. Aloha –junto a la excelente Ranitas,
de Nicolás Peruzzo– se convierte en la gran alternativa a la tendencia
principal de la historieta histórica, que practican con éxito Rodolfo
Santullo, Alejandro Rodríguez Juele y Federico Murro.
Publicada originalmente en La Diaria el lunes 30 de enero de 2012
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