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martes, 26 de abril de 2016

Misterios de cuarto cerrado, El oro del zar, El druida Merlín, Rodolfo Santullo et al

Literatura y viñetas




Va quedando claro que a la hora de pensar la producción de Rodolfo Santullo (1979) es imposible separar su trabajo literario de su trabajo historietístico. Es decir: si bien parecería cómodo hendir su obra en dos mitades y aplicar a cada una de ellas –a la que incluye las novelas Las otras caras del verano, Cementerio norte, Sobres papel manila, Aquel viejo tango, El último adiós y Matufia y a la que cuenta con Los últimos días del Graf Spee, Acto de guerra, Valizas, Cena con amigos, Zitarrosa, Cuarenta cajones y La comunidad (entre otras novelas gráficas)– procedimientos de lectura más o menos diferenciados, atentos a las particularidades de los lenguajes literario e historietístico, es sin duda más interesante ensayar una mirada más abarcadora y buscar elementos en común y patrones reiterados. De hecho, uno de los puntos más notorios de interés en cuanto al proyecto creativo del autor de Matufia es la manera en que ciertos códigos aparecen como intercambiables a una lectura atenta de sus novelas, cuentos e historietas. Esos códigos están claros: el uso marcado de los lugares comunes de ciertos géneros como elementos fundamentales de la estructura narrativa, el conocimiento extensivo de esos géneros en tanto corpus de obras y de procedimientos, el relato (la “historia bien contada”) como valor fundamental y la apuesta por el artesanado y la profesionalidad (lo confiable, lo versátil, lo consistente, digamos).

Vamos a tomar como punto de partida o pretexto para ilustrar esto tres de las últimas publicaciones de Santullo: Misterios de cuarto cerrado, El oro del zar y El druida Merlín: el porquerizo y el ladrón, aparecidas en distintos momentos de la segunda mitad de 2015 y este año efectivamente distribuidas en Montevideo.

La primera cuenta con el arte de ocho dibujantes: Leandro Fernández, Juan Ferreyra, Kwaichang Kráneo, Lisandro Estherren, Juan Manuel Tumburús, Roberto Viacava, Matías Bergara y Oscar Capristo, y se propone adaptar ocho cuentos clásicos incorporables al subgénero de la ficción policíaca señalado por el título. Hay, entonces, una doble operación de intervención literaria: Santullo parte de entender a los misterios de cuarto cerrado como un subgénero por derecho propio dentro del policial  y de que su lugar dentro de la o las tradiciones que los incorpora es privilegiado; esto, por más obvio o banal que pueda parecer a un lector experto en la narrativa policial, es sin lugar a dudas una operación de lectura, y por tanto una manera de, como ya he dicho, intervenir en un género literario desde un lugar que en principio le es más o menos ajeno, como ser la historieta. Es decir: trazar un puente, un espacio en común desde el que circular e influir ambos campos. Y la otra mitad de la operación señalada es la selección, porque Santullo confecciona algo parecido a un canon. Y allí aparecen Edgar Allan Poe (con “La carta robada” y “Los crímenes de la Rue Morgue”), G.K.Chesterton (con “La forma equívoca” y “El hombre invisible”, ambos parte del ciclo del Padre Brown), Arthur Conan Doyle (con “El jorobado” y “La banda de lunares”), Wilkie Collins (con “Una cama terriblemente extraña”) y Jacques Futrelle (con “El problema de la celda 13”). Los nombres convocados son sin duda ineludibles, y por eso llama la atención la incorporación de Futrelle, que podría parecer una figura de segunda fila. De hecho, Santullo, desde su prólogo, reclama una revaloración de la obra de este escritor y periodista estadounidense nacido en 1875 y muerto en el naufragio del Titanic.

La adaptación opera reduciendo los relatos al esquema más puramente narrativo –prescindiendo de otros valores posibles– y, en general, funciona muy bien. Hay, por supuesto, momentos más logrados que otros (la excelente adaptación del cuento de Futrelle vale como ejemplo de lo mejor del libro), pero también interviene acá la calidad del arte gráfico incorporado, que tiene grandes momentos en los aportes de Matías Bergara, Leandro Fernández y Roberto Viacava.

El corazón de la aventura
Habíamos señalado que Misterios de cuarto cerrado elabora algo así como un mini-canon de la narrativa policial. El género, por cierto, termina por convertirse en una marca personal del autor, sin duda alguna el exponente más destacado de este género en la nueva narrativa uruguaya. Pero cabría además pensar que hay en las lecturas implícitas en la obra de Santullo una atención especial dedicada a la obra de ciertos narradores decimonónicos y de la primera mitad del siglo XX, aquellos que también –a diferencia de una tradición más modernista o flaubertiana o del nonsense– partieron de la anécdota y “la historia bien contada” como valor fundamental. En esa lista cabe encontrar, por supuesto, a los escritores que aportaron al género de “aventuras”: Verne, Salgari, cierto Wells, Conan Doyle, Ridder Haggard, entre otros.

El diálogo con ese conjunto de autores es especialmente notorio en el segundo de los libros a considerar acá, El oro del zar, historia de aventuras (en formato además de novela histórica, ambientada en la guerra ruso-japonesa) que nos permite vislumbrar algo así como otro de los mecanismos fundamentales en la obra de Santullo. Se trata, como ya fue adelantado, de un uso particular del lugar común o el cliché, reintegrado a su función estrictamente narrativa. Esto ya había sido notorio en obras tempranas, como en Los últimos días del Graf Spee y su femme-fatale y su protagonista despistado. En El oro del zar, de hecho, el conjunto está anunciado incluso desde el prólogo: tenemos otra femme-fatale, rubia y alemana, tenemos un durísimo coronel ruso, un científico bonachón, un irlandés simpático y pleno de recursos y un grupo de mongoles misteriosos y llenos de honor. Así expuesto parecería aportar a una crítica posible; sin embargo, en las páginas del libro, estos clichés funcionan. Y, por cierto, entretienen. Se los percibe, en última instancia, como personajes de una suerte de comedia del arte de la narrativa de aventuras, una versión estilizada (y por tanto cargada de lecturas, intertextual y metanarrativa) de los clásicos (y los géneros) que están en la base de la formación de Santullo como escritor o en su espectro de lecturas.

Dicho de otro modo: Santullo cumple. Si algo se puede decir del guión de El oro del zar es que en líneas generales es correcto, satisfactorio, a todas luces bien logrado. Quizá no abundan los momentos brillantes –en el sentido de descollantes o “geniales”, pero la clave acá es que en principio no tiene por qué haberlos, en tanto lo que se busca es otra cosa. Además de entretener al lector, hay una evidente construcción del autor como un profesional, un creador versátil, un artesano (como opuesto al “artista” en este contexto particular), valores que aparecen notoriamente en otros guionistas de historietas contemporáneos de Santullo, entre ellos Nicolás Peruzzo y Pablo “Roy” Leguisamo, también preocupados ante todo por esa buena factura de sus historias. Valores, en última instancia, que Santullo maneja con soltura y aplomo.

Por supuesto que es ineludible el arte de Marcos Vergara, que encuentra en El oro del zar uno de sus mejores momentos. Más allá de la expresividad del dibujo y la hábil narrativa visual (ver la página 93 como un gran ejemplo del diálogo cine-historieta, por cierto), Vergara dispuso en las páginas de esta novela gráfica un más que interesante juego de registros: por un lado la “suciedad” gráfica de las historietas de aventuras más clásicas (Dante Ginevra, en el prólogo, invoca a los italianos Dino Battaglia y Sergio Toppi), con sus colores planos y sus errores de registro, y, por otro, el subtitulado amarillo de los VHS, que en El oro del zar es usado para traducir diálogos en japonés.


Leyenda en entregas
Queda para el final El druida Merlin: el porquerizo y el ladrón. En este libro opera también una adaptación,  al menos en un grado de relación con una fuente literaria intermedio entre la traducción a la historieta de relatos clásicos en Misterios de cuarto cerrado y la inspiración en un género o subgénero (las aventuras) considerado como un campo de recursos narrativos y tipos de personaje en El oro del zar. Hay, es decir, una fuente literaria y/o cinematográfica –podría ser La muerte de Arturo, de Thomas Mallory, o Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros, de John Steinbeck, o La espada y la piedra, el clásico de Disney, o la insuperable Excalibur de John Boorman– y un juego de variaciones trazado sobre ella: acá se trata de la infancia de un Merlín posible, con su iniciación a la magia en un formato que remite a las historias de “origen” del comic de superhéroes. Aparecen también los lugares comunes del género de iniciación y de los “orígenes” junto al vasto repertorio de la alta fantasía o la fantasía épica, “cambiapieles” (seres que pueden mudar de apariencia humana a animal) y la más o menos marcada sensación de un destino que aguarda al protagonista. Como en las otras historietas que comentamos y, en general, en la obra narrativa de Santullo, esos lugares comunes son insertados hábilmente a la peripecia del protagonista, de manera que, si bien se los asimila fácilmente como clichés, no llegan a operar en detrimento del goce del lector.

Es cierto, sin embargo, que en el caso particular de El druida Merlín puede llegar a parecer un poco insuficiente en términos de elaboración, como si valiera la pena pedirle más al guionista; se trata, por cierto, de la primera entrega de una serie, así que espacio para desarrollo hay, y además cabe tener en cuenta que el libro ha sido publicado en una colección dirigida a lectores jóvenes. Además, Santullo quizá no se plantea revolucionar o llevar al límite o “trascender” los géneros que practica ni ofrecer la Gran Novela Uruguaya, Rioplatense o Latinoamericana, sino más bien trabajar de manera competente, sólida y consistente, pero por  su ya probado talento es que vale la pena pedirle un poco más que lo que ofrece en El druida Merlín. En cualquier caso, la belleza del trabajo de Jok (que acá prescinde de su fuerte, las delicadas coloraciones, y ofrece un soberbio blanco y negro de alto contraste) hace que el libro valga la pena y que tengamos más motivos para esperar los volúmenes que le seguirán en la saga propuesta. ¿Ejemplos de su buen hacer? Por supuesto: la página 13, la página 61 y las páginas 34-35, todas ellas magistrales.

Publicada en La Diaria el 9 de marzo de 2016


martes, 12 de junio de 2012

historietas presentadas en Montevideo Comics 2011

2011 viene siendo el año del comic histórico. Valizas, de Rodolfo Santullo y Marcos Vergara, La isla elefante, de Alejandro Rodríguez Juele, y el colectivo Bandas orientales, que incluye a Federico de los Santos, Nicolas Peruzzo y otros, son un claro indicio de la buena salud del subgénero, que parece haber trepado hasta la cima de visibilidad de la historieta nacional. Podría discutirse mucho sobre las razones que propulsan esta tendencia; el cómic, como cualquier forma de arte, se mueve en un espacio pautado –para alcanzar una mayor visibilidad, difusión y lectura– por ciertos códigos de legitimación. Si comparamos el género histórico con el de superhéroes, por ejemplo, podemos concluir que el último –en Uruguay, por supuesto– es validado generalmente a través de una lectura irónica o una apuesta humorística, mientras que el primero se nutre de la “respetabilidad” inherente a los estudios históricos. Santullo suele contar que en una charla sobre su Los últimos días del Graf Spee una persona le preguntó si le parecía válido hacer “chistes” sobre algo tan importante como el hundimiento del legendario acorazado en aguas del Río de la Plata. La pregunta implicaba que toda narrativa gráfica es apenas “chistes”, es decir algo poco serio o que merece un mínimo de atención. Para convertir a esa historieta en algo “serio” hubo que apelar a valores de producción artística como el excelente dibujo de Matías Bergara o el largo trabajo de investigación histórica asumido por Santullo: es decir, si la historieta aparece vinculada a un discurso “serio” y legitimizado (que aquí además obra como legitimizador) como la Historia (con H mayúscula), adquiere una dimensión extra, un perfil de forma válida de arte narrativo. Este tipo de actitud, por supuesto, ha asesiado siempre al establecimiento del comic como forma artística en sí misma, y muchos autores han intentado (más o menos combativamente) minar esas suposiciones (lo mismo sucedió y sucede, por ejemplo, con la ciencia ficción o la fantasía heroica, en cualquier formato en que se presenten); podemos aceptar, en todo caso, que dadas ciertas características del medio cultural uruguayo, el cómic histórico parece investido de una mejor presentación, de una conexión más cercana con lo “serio” o lo “válido” en cuanto arte. No se trata de coincidir con esa postura, ni por mi parte ni por la de creadores como Juele o Santullo, pero podemos pensar que en el éxito reciente del comic histórico en nuestro país está vinculado a esa posible característica del medio cultural local. Es curioso, además, que el superhéroe más difundido del cómic nacional, Cisplatino, se nutre de alguna manera de la ficción histórica, aunque no pertenezca realmente al género, y  resulta curioso por tanto que el único superhéroe que ha “funcionado” (fuera del humor al estilo Orange Shaft o la lectura irónico-vernácula del género propiciada por Ciudad Fructuoxia) es, precisamente, un blandengue resucitado. Pero ya volveremos a esto.
Valizas está ambientada de un modo relativamente impreciso en los años de la dictadura, y ofrece una historia contada con excelente sentido del ritmo, en la que el arte de Marcos Bergara adquiere una profundidad de significado impresionante. Los guiones de Santullo han mostrado, de hecho, una evolución notable desde libros como Crímenes o Monstruo, ambos publicados por su editorial, Belerofonte. Incluso podría pensarse que Valizas muestra a un guionista más competente, por ejemplo, que Los últimos días del Graf Spee. El uso de diferentes registros de narración (las “irrupciones” de un plano mitológico, por ejemplo) es un recurso usado con excelentes resultados, y convierte a Valizas en una obra especialmente atendible, en cierto sentido más interesante que el modo más lineal de Los últimos días… y Acto de guerra, que, de todas formas, tenía el interés especial de funcionar como mosaico de historias breves que se complementaban entre sí.
La isla elefante es la apuesta más sólidamente “histórica” de este set de historietas. Acompañada por un interesante apéndice “real”, narra la historia de la primera misión uruguaya a aguas antárticas, así como también uno de los episodios en la “conquista” del polo sur. El trazo de Juele, fino, elegante y detallado, se revela aquí como un complemento perfecto para un modo de narrar tenso, que apuesta a incluir un máximo de acción en un mínimo de espacio, y que de hecho lo logra. Por momentos parece increíble que en tan pocas páginas se pueda contar de manera competente una historia que no carece de complejidad. En ese sentido, Juele es uno de los narradores más interesantes del medio gráfico local.
Bandas Orientales incluye trabajos de varios artistas, centrados en los acontecimientos del año 1811, partiendo del Grito de Asencio, capítulo a cargo de Nicolás Peruzzo. En las tres historias publicadas se puede apreciar un trabajo interesante de búsqueda de acontecimientos interesantes en sí mismos que se presenten contra un fondo histórico; en el capítulo de Peruzzo, por ejemplo, una situación de corte humorístico termina desembocando en el hecho histórico del que se debía dar cuenta desde la propuesta. Peruzzo resuelve muy bien la manera en que su trama alcanza los “hechos históricos”, pero, a la vez, instaura un recurso que los otros creadores llamados para el proyecto harían bien –es mi opinión– en no emplear como si fuera el único (me refiero a incorporar la “Historia” al final a modo de nota explicativa).

Ranitas: Historia (personal/generacional) gráfica

Mi favorita de las obras publicadas en lo que va del año es Ranitas, de Nicolás Peruzzo, publicada también por Belerofonte. La palabra “catarsis” aparece en el subtítulo y merodea la obra, pero hay mucho más. Peruzzo logra dar con un equilibrio perfecto entre la historia personal (sus años de adolescente, la interacción con la sociedad y las instituciones, su naciente vocación artística, su pasión por la música) y lo que podríamos llamar el “espíritu de su generación”. Está claro que todos los que tenemos entre 35 y 28 años, más o menos, nos sentiremos más que identificados con el desfile de íconos de la cultura popular y la geografía montevideana que exhibe Peruzzo en las páginas de su novela gráfica. Los lugares de la noche noventera, la música que muchos tomábamos en cierto modo como un bandera frente a la imposición del uruguashismo cultural y los grupos culturales jóvenes (podría hablarse de proto tribus urbanas quizá, pero se daban con un mínimo de autoconciencia o incluso militancia) o subgrupos que coexistían en el momento (las “chetas” que bailaban “marcha” e iban a ciertas discotecas, los “rugbiers”, etc), configuran un mapa que hará sonar las cuerdas (y las canas) de la nostalgia en muchos corazones; pero ese no es el único punto de interés de Ranitas. La parte gráfica, por ejemplo, muestra un progreso más que notorio en relación a trabajos previos de Peruzzo, alcanzando momentos de expresividad increíbles. Un lugar común en la crítica historietística local es resaltar ciertas “fallas” en el dibujo de este creador: en mi opinión, es un ejemplo de falta de atención a la obra. El dibujo de Ranitas es tan funcional a su propuesta como el estilo sucio y visceral de Matías Bergara en Acto de guerra, o, para seguir con Bergara, la gráfica estilizada con la que representó los personajes de Los últimos días del Graf Spee; en ese sentido, el dibujo de Ranitas es perfectamente funcional y satisface en un 100% las demandas de su proyecto; insistir en presuntas “fallas” técnicas es, me parece, no entender de qué se trata el libro, y no quiero decir que su planteo “tolere” torpezas de ejecución, sino que el estilo y lo narrado se complementan de un modo fluido y natural.
Ranitas, me parece, señala una dirección a explorar para el comic nacional, en cuanto obra absolutamente personal. Es quizá una actitud romántica de mi parte, pero, en cualquier caso, es algo que hacía falta en un medio cuyas obras mas sobresalientes (con la excepción de Renzo Vayra, seguramente) tienden a una impersonalidad creadora o una conexión (como en el caso de Acto de guerra) a asuntos fuertemente implicados en cierto sentimiento colectivo o nacional. Creo que es muy saludable para la historieta local que coexista la narrativa histórica de corte clásico con obras más personales como Ranitas. Es posible, además, que otras líneas a explorar estén agotadas o a punto de agotarse, o que, a priori (y habría en realidad que cotejarlo con la experiencia) podrían resultar inviables.

¿Comic de vanguardia?

En una reseña publicada en La diaria hace pocos días, Federico de los Santos comentó con lucidez La galería de los sueños, historieta de Renzo Vayra presentada en el último número de la revista Vagón. De los Santos apunta una serie de líneas que sirven de eje a una lectura muy fértil de esta obra gráfica, y resalta conexiones con el manga, la relación de esta Galería con la obra anterior de Vayra y el uso de diferentes formas expresivas. En cualquier caso, la riqueza de esta historia es por momentos abrumadora. Vayra es uno de los pocos historietistas uruguayos contemporáneos “de vanguardia”, en el sentido de que su obra permanentemente indaga las posibilidades expresivas del medio elegido (la historieta, digamos) y rompe sus barreras. En “Un sueño realizado”, trabajo incluido en el volumen recopilatorio de los premios y menciones del concurso de historieta Juan Carlos Onetti 2009, así como también (en menor medida) en Las aventuras de Juan el Zorro, La venganza del Tigre, inspirado en la obra de Serafín J. García, Vayra parece crear un territorio intermedio entre la narrativa verbal y la gráfica, sin llegar a producir historieta en el sentido tradicional del término. En el caso del cuento de Onetti grandes fragmentos de texto conviven con ilustraciones, con un abordaje mínimo de lo secuencial, mientras que en Juan el Zorro la narrativa está presentada con una agilidad más similar al comic, manteniendo de todas formas cierta sensación de territorio intermedio. La pregunta de si estas obras son historietas nos lleva a entender a Vayra como un creador experimental, que no deja de cuestionar el lenguaje y las formas expresivas del género.
La galería de los sueños es más “claramente” historietística que las otras obras citadas, pero presenta al menos una notoria irrpución: dos páginas enteras en las que el texto cede paso a una partitura “glosada” por ilustraciones. Se instala un diálogo, entonces, entre la música y la historieta, que genera en el lector una sorpresa y una incapacidad de “clasificar” lo que se está ¿leyendo? (¿mirando? ¿escuchando?). Este tipo de estrategias aportan a La galería… (y a gran parte de la obra de Renzo Vayra) una suerte de “singularidad”, convirtiéndolas en obras únicas en su género –o en argumentos contra la validez del concepto de género.
Vayra es, por supuesto, uno de los artistas más personales y fascinantes del cómic uruguayo. Los riesgos asumidos en una obra como La galería… (parte a su vez de una saga de gran complejidad y ambición artística), su condición de obra “experimental” o “de vanguardia”, la convierten en la publicación más inquietante de los últimos tiempos en la historieta local.


Superhéroes, humor y grandes aspiraciones

Orange Shaft, de Roy & Bea, funciona perfectamente como historia humorística. El mayor progreso, quizá, se nota en la parte gráfica, comparándola por ejemplo con otros trabajos de este dúo creativo, pero también a nivel guión hay hallazgos interesantes. Por ejemplo, la incorporación de una historia secundaria a modo de epílogo u apéndice, dibujada en un estilo deliberadamente retro, aporta una dimensión extra al libro. La historia principal está bien resuelta y resulta por momentos desopilante, pero es posible, en cualquier caso, que insistir en esta línea de trabajo redunde en un “más de lo mismo” o un estancamiento.
El trabajo presentado por Maco es una muestra de su habilidad como dibujante y del encanto y la sensibilidad indudable de sus creaciones; en una línea básicamente igual a la del material que publica en su blog, desarrolla una situación sugerente con una buena dosis de un humor sutil que bordea el absurdo.
Aunque no participó de esta última edición de Montevideo Comics, es ineludible mencionar al proyecto Sidekick, a cargo de Ignacio Calero y su equipo. En una reseña que escribí el año pasado para La diaria expresé una serie de dudas con respecto a la calidad (especialmente “guionística”) del primer número. Esas dudas, en general, las reiteraría para su segunda entrega, que, si bien ha mejorado en muchos aspectos, mantiene ciertas fallas que podrían ser muy fácilmente solucionadas si existiera voluntad de hacerlo. En el caso por ejemplo de “Martillo de brujas” (guión de Calero y arte de Fernando Ramos), esta segunda entrega parecería lograr hacernos sentir que allí hay una historia interesante, a diferencia de su primer episodio, en el que un final abrupto venía a interrumpir varias páginas de promesas demasiado tenues. El recurso de aportar un “resumen de lo publicado anteriormente” logra poner un poco de orden en retrospectiva al caos del primer episodio, y conducirlo a una narrativa más visible, pero también es cierto que ese “resumen” en gran medida reinventa el capítulo anterior aportando información que no era del todo accesible en la manera en que estaba resuelta la primera entrega de este arco narrativo.
En el caso de “Roadcomic: Las aventuras de Allison y Polly” (Guión de Bruno Cotic e Ignacio Calero, lápices y tinta de Calero) sucede algo similar: la bastante torpe presentación de la historia en su primera entrega ha sido mejorada y este capítulo se deja leer con más fluidez. No sucede lo mismo con “Horuk” (Guión de Yamandú Orce y Calero, arte de Yamandú Orce), que sigue siendo una tontería dibujada muy vistosamente; esta entrega, de hecho, es poco más que un pretexto para poner a pelear al protagonista con Thor, hasta que Odin interviene y nos comunica (como si en eso se ocultara una revelación de increíble importancia) que el tal Horuk es su “campeón”.
“Capitán Oriental” me sigue pareciendo ilegible, y es, junto a “Horuk” (aunque esta última al menos se vuelve interesante desde el punto de vista visual), el punto más bajo de este segundo número de Sidekick. Lo mejor, en mi opinión, es “Güalter”, de Agustín Caferatta, y “Ultimate Cow”, de Leonardo Silva. Esta última logra subir considerablemente el nivel de la revista; si todo lo que presentara Sidekick fuera tan bueno como este segmento, la revista no tendría nada que envidiarle (y de hecho superaría) a la argentina Fierro (la contemporánea, aclaro, no la histórica).
“Los ajusticiadores” (Guión: Fernando Ramos; lápices y tinta: Fernando Souzamotta) mantiene un nivel muy bajo. Si bien es difícil tomársela “en serio”, por momentos cabe ponerse a pensar en su trasfondo ideológico, de derecha conservadora y apenas disimulado por el humor simplote y adolescente (sí, ya sé que la audiencia de esta revista es en gran medida un montón de adolescentes simplotes que quieren dibujar y que ven a este proyecto como el Santo Grial, pero aun así, aun así…) y armado con loas a la burguesía y al barrio de Carrasco. ¿Podemos leerlo como un gesto deliberadamente incorrecto? ¿Un statement contra la compulsión a lo políticamente correcto al mejor estlio Glee? Lo dudo. No es por subestimar a nadie, pero me parece que no hay en esta historia ningún esfuerzo consciente por decir algo. La fascistada, digamos, se les escapa sola.
Dejé para el final “La Casa Escarlata” (Guión: Pablo Serellanes; Arte: Joel Correa); dije más arriba que lo peor de esta edición de Sidekick era “Horuk” y “Capitán Oriental”; “La Casa Escarlata”, cuya única virtud es una narración más o menos bien resuelta, merecería un tercer lugar. En cierto modo, lo peor de Sidekick se ve reflejado en esta historia: el uso acrítico de lugares comunes y clichés, la pésima redacción, la indiferencia absoluta hacia la parte “verbal” (por llamarla de alguna manera) de la historia, la falta de una mínima repasada o corrección y el desdén por construir guiones interesantes. Es una historia de vampiros, como se han visto centenares, y se vuelve involuntariamente humorística, en gran medida por las torpezas de lenguaje.
En balance, el segundo número de Sidekick logra ofrecer una mejora con respecto a su predecesor. “Ultimate Cow” y “Güalter” son ejemplos muy bien logrados de narrativa gráfica, cada uno en su estilo, mientras “Allison y Polly” y “Martillo de brujas” superan sus respectivas entregas iniciales y prometen, al menos en el caso de “Martillo” una historia interesante. Pero, pese a este progreso (a mi modo de ver, al menos), Sidekick sigue ofreciendo las mismas fallas, que son esencialmente las que señalé para “La Casa Escarlata”. Es una revista con un gran potencial: su equipo sabe dibujar y colorear, de eso no cabe duda; si se detuvieran a corregir un poco sus palabras y a pensar mejor sus guiones, la revista sí podría convertirse en lo que pretendía el Editorial del primer número.

Psicotónico contra blandengues

Cisplatino fue concebida como una revista de comic de superhéroes al estilo clásico, y se la apoyó atinadamente con un abundante material extrahistorietístico (que incluía biografías de los creadores e información más o menos pertinente sobre los personajes) y con un buen cargamento de merchandising que, ante todo, habla de las habilidades como gestor de Zignone. Leyendo las entregas una a continuación de la otra, y no con la periodicidad espaciada con la que la editorial las ponía a la venta (que volvía un poco irritante el recurso a los flashbacks y las digresiones, dando la sensación de que el equipo productor no sabía a dónde quería ir), podía pensarse que las revistas publicadas podían equivaler al primer tercio de un arco narrativo, que debía ser continuado por un establecimiento sólido de la trama y por el correspondiente desenlace, que dejara un mínimo de cabos sueltos. Sin embargo, en lugar de seguir esa línea, sus creadores optaron por dar por terminada la historia y relanzarla reformulando al personaje. Es como si se hubiese dado el siguiente diálogo:
T: -¡Wow! ¡Los reboots están de moda! ¡Mira lo que logró Abrams con Star Trek y el éxito de Nolan con Batman!
Z: -¡Ea! ¡Hagamos un reboot de Cisplatino y alcancemos el cielo de los comics!
Pero, por supuesto, para que valga la pena un reboot debe haber, ante todo, un personaje establecido, bien presentado, explorado e, incluso, agotado. De más está decir que nada de eso vale para Cisplatino, cuya presentación era trémula y su exploración narrativa nula. ¿Para qué reformularlo, entonces? Es obvio que para que valga una reformulación debe haber primero un personaje bien formulado y establecido, y en ese sentido el blandengue de ojos blancos ha dejado mucho que desear.
En cualquier caso, quizá hubiese sido más interesante continuar con el Cisplatino original mientras se ofrecía como alternativa el Cisplatino reformulado. Es posible que esto todavía suceda, pero, por el momento, lo que ofrece Zignone Comics es una especie de minisaga en tres episodios que consiste en nada más que una pelea entre Cisplatino y Mandinga. Leerla, por momentos, produce vergüenza ajena. El lenguaje afectado, los errores gramaticales y la grandilocuencia al servicio de una historia totalmente anodina la vuelven un trago difícil de pasar. Si los defectos de la encarnación previa del personaje podían ser resueltos en sucesivas entregas de la serie que explorasen y trabajasen las líneas narrativas abiertas por los primeros números, en el caso del nuevo Cisplatino, lamentablemente, no hay mucho que hacer.
Pero, como si esto fuera poco, Zignone también lanzó Sicotrónica (guión de Zignone y arte de Sebastián Navas), las aventuras de una especie de investigador de fenómenos paranormales en plan John Constantine muy descafeinado y disuelto. Si el nuevo Cisplatino al menos está resuelto con cierta competencia en la parte gráfica, Sicotrónica, en cambio, parece el trabajo de un amateur que apela a todos los clichés disponibles a la hora de disponer a sus personajes en todo tipo de poses acartonadas -y aún así Zignone dice en una entrevista que Navas es uno de los artistas más "autocríticos" del medio local. Pero no es el arte de Navas (que, en última instancia, podría defenderse diciendo que trabaja dentro de los parámetros del género superhéroes) que Sicotrónica es la peor historieta aparecida últimamente en Uruguay; el fallo más flagrante es el guión de Zignone, que parece determinado a profundizar los defectos que pueden encontrarse en Sidekick. Errores gramaticales y ortográficos, indecisión entre un español “neutro” y uno más local, ampulosidad, clichés, falta de una historia sólida que desarrollar… la política de Zignone parecería ser publicar a toda costa, sin mirar en lo más mínimo la calidad del producto ofrecido. Y habilita varias preguntas, por ejemplo: ¿Qué lo llevó a convencerse de que podía escribir guiones, hasta el punto de dejar de lado la parte gráfica, en la que indudablemente había dado cuenta de su competencia? ¿A qué se refiere cuando habla de Cisplatino como el primer comic “puro” lanzado al mercado local? ¿Por qué tomar un personaje que requería trabajo pero que, en principio, podía ofrecer mucho más y convertirlo en un tipito de metal que pelea con un zombi y nada más? Me gustaría saber las respuestas; en cualquier caso, está claro que más Zignone (quien, además, dice desconocer el comic nacional "pero no porque no exista si no (sic) porque no me ha llegado") no es lo que el comic nacional necesita. Y lo que sí hace falta es más Peruzzo, más Vayra, y más iniciativas sólidas como Bandas Orientales o el trabajo editorial de Rodolfo Santullo en Belerofonte. El comic histórico goza de buena salud… es momento de abrir el espectro a otros géneros. Y Ranitas marca un camino más que válido.