El
gallego y los samurais
Abel Alves (Ferrol, España, 1981), qué duda
cabe, es el más interesante entre los novísimos historietistas de la escena
local. Sus primeros trabajos publicados por estas latitudes pertenecen a Zombess, su saga humorística y übergeek iniciada en el blog webcomic Marche un cuadrito y recogida
posteriormente en dos volúmenes, Zombi
psicópata adolescente y El orbe del
conocimiento. Después publicó un relato breve en el compilado Otoño, donde su afición por la obra de
H.P.Lovecraft derivó en un tratamiento más alejado del humor y cercano a la
fuente de horror cósmico de los famosos Mitos
de Cthulhu, y participó del proyecto histórico Bandas Orientales. Ahora –hace unos meses, en realidad– se puede
encontrar en librerías su tercer libro, la novela gráfica Sangre y sol.
El libro es por supuesto interesante en sí
mismo y muy disfrutable como historia de intriga y aventuras en clave de novela
histórica (ya llegaremos a eso), pero también vale la pena detenerse por un
momento en su lugar dentro de la obra de Alves, quien para esta oportunidad
prefirió desempeñarse como guionista y dejar los lápices a otro dibujante.
Podemos pensarlo de muchas maneras, pero
quizá sea válido ver en ese gesto algo parecido a lo que lleva a ciertos escritores
a publicar algunos de sus libros bajo un pseudónimo; Levrero, por poner un ejemplo
cercano, sintió en su momento que la “persona” que venía construyendo con sus
primeros libros no estaba del todo sintonizada con los códigos estéticos y
conceptuales de la novela Nick Carter se
divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, por lo que optó por
firmarla (curiosamente no se trató de un pseudónimo sino de una suerte de
recolonización de su nombre “real”) como Jorge Varlotta (recordemos que el
nombre completo del autor de Desplazamientos
era Jorge Mario Varlotta Levrero). Podría pensarse, entonces, que ciertos
contenidos, para Abel Alves, funcionan mejor trabajados en el estilo de otro
dibujante, y probablemente tenga razón. Los trazos de Zombess, que funcionan a la perfección dentro de los límites de esa
propuesta, difícilmente habrían resultado los ideales para una historia
esencialmente “seria” (perdón por el término tan poco preciso) como Sangre y sol, de modo que la idea de
confiar ese guión a otro dibujante puede ser reconocido como uno de los
primeros aciertos de la propuesta. Y la elección de Nahuel “Nahus” Silva, con
su estilo visceral, lleno de manchas y trazos cuya imprecisión parece potenciar
tremendamente su expresividad, sin lugar a dudas marcó la personalidad de esta
novela gráfica. Es fácil imaginar una historieta de corte histórico que se
proponga hacer equivaler la precisión en la representación de la época con un
dibujo de línea clara, también preciso y detallista, pero la elección de Silva,
justamente, implica una elección diferente y más arriesgada, que confiere a Sangre y sol una personalidad extraordinaria.
Es cierto que algunas viñetas no parecen
del todo bien resueltas, o que en algunas páginas el dibujo da la sensación de
haber sido notoriamente menos trabajado (la página 16, en particular la tercera
viñeta, podría ser un buen ejemplo) que en los mejores momentos del libro, pero
defectillos de este tipo no empañan, en mi opinión, el balance general. La idea
de poner a Nahuel Silva a cargo de la parte gráfica, entonces, puede pensarse
como arriesgada y exitosa, a contrapelo quizá de lo que habría sido la opción
conservadora y segura.
Tiempo
e historia
1853. Los barcos del Comodoro estadounidense Matthew Perry llegan a Japón e inician el fin de una era. La superioridad militar americana es abrumadora, y los japoneses no pueden hacer otra cosa que aceptar los tratados comerciales propuestos por Estados Unidos, dando así el primer paso hacia la restauración Meiji, época caracterizada por la rápida modernización del país nipón (p.113)
Así comienzan las “Notas históricas” que
complementan la historieta propiamente dicha en Sangre y sol. Con ese escenario de una época de profundos cambios
en la sociedad japonesa, la novela gráfica de Alves cuenta la historia de
Antón, un “bandolero” gallego que se desempeña como guardaespaldas de un
diplomático español que, en las primeras páginas del libro, es trasladado desde
Manila hasta Japón. Allí ambos se enredarán con las acciones de un grupo de
asesinos que deploran la apertura y modernización del país y anhelan un retorno
a las viejas tradiciones, para lo cual actúan en plan “terrorista”, asesinando
diplomáticos extranjeros. La trama, entonces, es simple, pero su marco
histórico –por llamarlo de alguna manera– le permite a Alves una apertura de
ideas y referencias que enriquecen la propuesta. Por ejemplo, cerca del final del
libro, el líder de los asesinos es confrontado por una de las fuerzas del orden
niponas, y en ese diálogo pone en evidencia un sustrato más profundo, que sirve de algo así como un tema subyacente
al libro. El acierto de Alves no es únicamente sacar eso a colación (lo cual
es, si se quiere, natural dado el tema de la narración) ni saber a qué altura
de su relato hacerlo, sino también el permitir que ese tema (qué hacer frente a
los cambios irrefrenables en la sociedad, digamos, y cómo pararse ante el paso
del tiempo) logre resignificar el proceso de Antón como personaje. Entre el
bandolero español que vive en busca de la aventura y da sentido a sus actos
desde un episodio de su adolescencia (página 52) y el asesino japonés que sueña
con un tiempo estático, con una sociedad libre de cambios y eterna, aparece el
universo en que se instala el libro y en el que propone sus reflexiones y su
problemática.
Se ha repetido hasta el cansancio que el
cómic histórico encuentra un lugar privilegiado en la más reciente producción
historietística local; evidentemente Sangre
y sol no es una excepción, pero en lugar de convertirse en una solución
fácil para moverse más cómodamente en una escena o mercado bastante pautado por
historias de lo “relevante uruguayo” y por un mínimo riesgo a la hora de pensar
cómo contar o cómo no contar, lo de Alves aparece como una apuesta más compleja
y jugada. No sólo por su elección de dibujante sino especialmente por tratarse
de una narrativa más ambiciosa de lo que parece a simple vista y que no cede a
ciertos facilismos de tema o presentación. Podría pensarse que hay algo
significativo en el hecho de que un español se consolide en la escena
historietística local escribiendo sobre la historia de Japón (y la de su país
también, evidentemente), lo cual podría también presentarse como tenía que ser un español el que pudiera
permitirse hacer una historieta histórica que se aparta de la historia nacional,
pero la cosa no se agota ahí. El tema de fondo es qué pasa con la novela
gráfica uruguaya (en oposición al relato gráfico breve, serializado o no) y de
qué manera sus referentes más claros (Santullo, Leguisamo, Peruzzo) encuentran
y moldean sus propios caminos de trabajo y exploración; así aparecen libros
como Ranitas, que combinan la
narrativa autobiográfica con el trabajo
de observación y construcción de época, o que apelan a la literatura del yo
(como la excelente Las partes malas, con
guión de Pablo “Roy” Leguisamo), a la memoria histórica (Valizas, de Santullo sería un ejemplo) o a temas especialmente
vivos en el debate diario (Vientre, del
ya nombrado Roy). Desde este punto de vista, Sangre y sol elige el molde histórico para desarrollar una
sensibilidad o una postura ante los cambios, ante la historia (esa “pesadilla
de la que me quiero despertar”, como decía el Stephen Dedalus de Joyce), para
hacer algo así como una “filosofía”. En su elección del Japón decimonónico como
escenario, Alves parecería proponernos algo estrictamente ajeno a los
referentes más comunes de la escena historietística local, pero lo hace para
hablarnos de un tema que fácilmente podemos imaginar como esencial,
independiente de nacionalidad y de época histórica. En ese sentido, su pariente
más cercano podría ser el Nicolás Peruzzo de La mudanza, un libro en rigor más sutil o incluso tenue, aunque de
gran belleza.
Podría hablarse, a la vez, de las maneras
en que Alves contruye o reconstruye la historia en Sangre y sol. El apéndice parahistorietístico del libro pone en
evidencia la “fidelidad a la historia” en un gesto que es relativamente común
en el subgénero histórico (su punto más minucioso en cuanto a la historieta
uruguaya podría rastrearse al Matías Castro de Bernardina hacia la tormenta o al Alejandro Rodríguez Juele de La isla elefante), pero el mayor
problema de este texto es que resulta casi completamente redundante. Lo que
Alves nos cuenta (como el párrafo citado) ya estaba dicho con claridad en la historieta (la página 17 sería un buen
ejemplo), de modo que su traducción o traslación a otro lenguaje parece obedecer
a la noción de que ciertos modos de la prosa sirven para apuntalar lo dicho con
imágenes y globitos, como si estos no se bastaran por sí mismos. Quizá habría
valido la pena menos reiteración y más detalles, como una suerte de zoom en la información histórica
implícita en las páginas de historieta. Así, el apéndice aporta poco, hecha la
excepción de las fotografías presentadas, que sirvieron de modelo al dibujante
para su representación de lugares y rostros, y quizá resulta o bien superfluo o
bien una oportunidad no aprovechada de ofrecerle al lector un nivel más denso
de representación de una época. Pero eso es secundario: la historieta de Alves
y Silva es lo suficientemente elocuente como para que el libro valga la pena y
se convierta en una de las publicaciones más interesantes del 2014, además de
un libro renovador y significativo para la escena historietística local.
Publicada en La Diaria el 18 de febrero de 2015
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