jueves, 30 de agosto de 2012

El pasado, Diego Cortés & Agite

La historia parece sencilla: dos amigos (uno de ellos tratando de dejar atrás la reciente ruptura con una novia) salen de mochileros, sin un destino específico, para "respirar un poco fuera de la ciudad"; hacen dedo en la carretera y un camión los levanta. Sin embargo, el conductor, a altas horas de la noche, los despierta y les explica que deben bajarse, por una emergencia. A un lado de la carretera hay una estación de servicio, donde duermen hasta la mañana. Al despertar descubren que no muy lejos de donde están aparecen los perfiles de casas y postes de luz, que no habían visto la noche anterior. La estación está vacía, así que para desayunar no tienen más remedio que entrar al pueblo.
Lo primero que les llama la atención es que está desierto. Y después aparece un perro; curiosamente, se parece al que uno de los personajes tuvo en su infancia, muerto hace años. Se parece demasiado, de hecho; un rato después después aparece un hombre mayor, les pregunta por el perro y, un poco sorprendido, concluye "ustedes no son de acá, ¿verdad?" y les indica dónde pueden desayunar. A estas alturas de la trama el lector ya sospecha que hay algo especial en el pueblo, y evidentemente dejar la exposición de la trama por aquí fallaría en dar cuenta del centro conceptual de El pasado, de Diego Cortés y Agite; seguir, a la vez, vuelve inevitable colgar el cartelito de SPOILER ALERT.
Es interesante la construcción del concepto de "fuera de todo lo conocido", en particular "fuera de la ciudad" o incluso "fuera de sus vidas", en el sentido de dejar atrás las rutinas y lo que pudo ser el centro de las existencias de los personajes: sus casas, sus parejas, sus recuerdos. El propósito de los protagonistas es dejar todo en el pasado, entonces, y acceder a un espacio que no esté cargado de signos de aquello que ya no está: un espacio nuevo, si se quiere. Y la metáfora de "en el medio de la nada" (es decir, en una carretera desierta pasada la medianoche) funciona perfectamente en ese sentido: pero allí hay algo más, hay un pueblo. Quizá el pasado del que quisieron escapar todavía no terminó con ellos, como escuchamos en la inolvidable Magnolia, de Paul Thomas Anderson (cita que, además, funciona como acápite de prólogo a cargo de Luciano Sarasino); y lo que sucede es que el pueblo al que acceden contiene, de alguna manera, todo lo que ellos han perdido: el perro, el abuelo de uno de los personajes, la novia del otro. El libro, entonces, propone al lector la pregunta de qué hacer ante una situación así. ¿Quedarse en el pueblo, en el pasado? Obviamente aquí la lectura es doble: por un lado está el recurso a lo fantástico, digamos, la idea de un lugar "real" en el que el pasado regresa para nosotros -y, por otro lado, la lectura más "alegórica", si se quiere, la que señala que en tantas ocasiones de nustras vidas nos aferramos a ese pasado, a esas cosas o personas que no podemos -o que nos cuesta muchísimo- dejar pasar. Era, de hecho, uno de los temas recurrentes de Lost: to let go, dejar ir. La ficción de Cortés y Agite nos presenta esa alternativa: quedarse en el pasado que nos hace felices (pese a que en rigor está muerto -o, en la ficción, sólo existe dentro de las fronteras de un pueblo perdido) o seguir adelante, a lo que sea que nos espera. Y aquí, una vez más, funciona la metáfora visual de la carretera.
El guión de Cortés construye la historia sin fisuras. Se trata, podría señalarse, de una idea un poco trillada, pero no por ello el relato resulta menos efectivo y los juegos de sentido con el concepto de "pasado" (dejar cosas en el pasado, vivir en el pasado, "pasar" entendido como "seguir adelante", como cuando se "pasa" de algo, etc) ofrecen un espesor de significado más que atendible. Los diálogos (ante todo creíbles, fluidos), además, son un gran aporte a la solidez del libro, que se prolonga exactamente por lo que debe prolongarse, sin resultar ni demasiado breve o resumido ni, por el contrario, excesivamente largo para una historia que no requiere esa extensión. La parte gráfica, a cargo de Agite, funciona muy bien, si bien en algunos momentos da la sensación de que lo beneficiaría un poco más de trabajo. En cualquier caso, el sombreado con grises le da una personalidad bastante distintiva, y a lo largo de sus 57 páginas no son pocos los aciertos expresivos (la última viñeta de la página 52, por ejemplo, o la sombras crepusculares en la primera de la 48). De hecho, la aparente simpleza de la historia va de la mano con la (aparente también) simpleza del dibujo, generando un todo compacto y efectivo.


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