Viñetas
del Big Bang
En el documental biográfico de 1991 A brief history of time, Stephen Hawking
cuenta que en un momento de su vida debió decidirse por especializarse en
física de partículas o cosmología, y que eligió esta última porque la primera
carecía de una teoría general y le daba la sensación de que sus investigadores
operaban como botánicos, clasificando plantas en un esquema taxonómico, en este
caso de tipos o familias de partículas, mientras que la cosmología contaba con
una teoría abarcativa y fundamental.
Se trata, claro, de la Teoría General de la
Relatividad, publicada por Albert Einstein en 1916. Es, ante todo, una teoría
geométrica de la gravitación, que la describe en términos de curvatura del
espacio (en rigor del espaciotiempo, ya que lo que percibimos como tiempo puede ser alterado también por la
gravedad, como deja bien claro la fascinante película de 2014 Interestelar) y no tanto a la manera
newtoniana de interacción a distancia entre objetos masivos. Ahora bien, las
ecuaciones que estipulan de qué manera la materia y la energía curvan el
espaciotiempo, conocidas como las diez “ecuaciones de campo”, pueden resolverse
de manera que describan la forma a gran escala del universo. Es decir, estas
ecuaciones pueden ofrecer un modelo
teórico del universo, de su “forma”.
El cosmólogo y matemático ruso Albert
Friedmann propuso entre 1922 y 1924 una solución para las ecuaciones de
Einstein que predecía que el universo debía estar expandiéndose. La idea
pareció contraintuitiva, y Einstein, que creía firmemente en un universo
estático, de hecho había incorporado a sus ecuaciones una constante (la
“constante cosmológica”) que permitía obtener una solución en la que el
universo no se expandía.
A la vez, hasta 1924 el universo se suponía
reducido más o menos a lo que ahora llamamos la galaxia de la Vía Láctea, de la
que nuestro sol forma parte. Las que actualmente sabemos galaxias distantes
entonces eran consideradas “nebulosas”, vecinas cercanas en el espacio,
digamos. Fueron las observaciones de Edwin Hubble, entonces, las que
demostraron que estas nebulosas, en realidad, se encontraban a distancias
impensadas y que eran vastísimas colecciones de estrellas. La escala del
universo, por así decirlo, cambió para siempre.
Además, en 1929 Hubble descubrió que cuanto
más remota era una galaxia más rápido parecía alejarse de nosotros. En rigor no
se trata que ocupemos el centro de una fuga de galaxias, idea que apareció en
varios cuentos de ciencia ficción de la época, sino que cada galaxia (un
observador en esa galaxia, evidentemente) percibe que todas las demás se alejan
de ella porque el espacio en sí es el que se expande. Estas observaciones, de
inmediato verificadas por la comunidad científica, establecieron la expansión
del universo como un hecho real, hasta el punto que Einstein señaló que la
constante cosmológica –propuesta, recordemos, para garantizar un universo
estático– había sido el mayor error de su vida.
Pero la cosa no se quedó allí. La idea de
que el universo se expandía podía fácilmente ser dada vuelta, de modo que
además de pensar que en el futuro las galaxias estarán todavía más lejos las
unas de las otras, cabe imaginar que en el pasado remoto estaban más cerca, y
que en algún momento todo el universo pudo existir en una región extremadamente
reducida, un “átomo primordial”, en términos del astrónomo belga (y sacerdote
católico) Georges Lemaître, que propuso esa posible descripción de un momento
en el pasado remoto del universo.
La hipótesis no fue inmediatamente
aceptada, y la expansión del universo se explicó en términos de una “creación
continua” de materia, que podía explicarse en términos de un universo eterno,
sin comienzo ni final. El astrónomo inglés Fred Hoyle, defensor de esa noción,
usó el término Big Bang (“gran
explosión”) para ridiculizar las ideas de Lemaître; sin embargo, desarrollos y
observaciones posteriores terminaron por convencer a la comunidad científica de
aceptar, precisamente, la teoría del Big Bang.
La más importante de esas observaciones fue
realizada por los radioastrónomos Arno Penzias y Robert Wilson, en 1964. Los
teóricos Albert Gamow, Ralph Alpher y Robert Herman habían predicho que en sus
comienzos la temperatura (y la densidad) del universo debió ser altísima, y que
la radiación emitida entonces, debilitada por la expansión del espaciotiempo,
todavía debería poder ser detectada. Así, Penzias y Wilson descubrieron que sin
importar hacia dónde apuntaran su radiotelescopio, recibían siempre una señal
de estática, proveniente de la bóveda celeste completa. Tras descartar todas
las fuentes de contaminación posible, concluyeron que esa señal era el fósil de
la radiación primitiva del universo.
La
explosión en cuadritos
Cosmicómic,
con guión del astrofísico italiano Amedeo Balbi e
ilustraciones de Rossano Piccioni, cuenta esta historia del Big Bang. Centrada
en el descubrimiento de Penzias y Wilson, presenta los aportes de Einstein,
Lemaître, Gamow y Friedmann a manera de flashbacks, explicando de paso los
conceptos astrofísicos necesarios para comprender la teoría.
La narrativa es efectiva y fluida, apoyada
sobre todo en datos como lugares y fechas a la hora de introducir los
flashbacks. Es concebible que esto podía haber sido resuelto de una manera más
interesante, pero eso no quiere decir que la presentación de los hechos a cargo
de Balbi no funcione. Quizá el libro deja sabor a poco, en tanto elementos
sumamente interesantes de la teoría del Big Bang quedan por fuera, pero esto se
debe, claro está, a una decisión consciente de los autores de terminar su
historia con el premio Nobel entregado a Penzias y Wilson. Quizá podamos
esperar un segundo tomo dedicado a los problemas de la teoría estándar del Big
Bang y su posible resolución a través
del modelo inflacionario, que predice que el universo, en sus primeras
fracciones de segundo, se expandió a una velocidad increíble, luego reducida
drásticamente.
La parte gráfica no es deslumbrante, pero
no por ello carece de encanto. Hay viñetas especialmente graciosas, como las
que conforman las páginas 36 y 37 y reconstruyen la visión de Einstein de una
habitación flotando en el espacio, libre de gravedad hasta que es acelerada.
Podría pedirse también a este libro que
“explique más” o que sea un poco más exhaustivo desde el punto de vista de la
divulgación científica. No me parece una respuesta válida que el lenguaje del
cómic está de alguna manera peleado con una exposición de tipo más denso: Economix, la excelente novela gráfica de
Michael Goodwin (guión) y Dan E. Burr (ilustraciones), por ejemplo, logra crear
una poderosísima historia de la economía y ofrecer una buena descripción de sus
modelos más importantes. Una descripción, cabe destacar, bastante exhaustiva al
nivel de alguien no formado en la materia. En ese sentido, Cosmicómic no está para nada a la altura de clásicos de la
divulgación científica como El universo, de
Asimov, o Historia del tiempo y El
universo en una cáscara de nuez, de Stephen Hawking, o incluso libros más
ligeros pero no por ello menos interesantes como Bang!, del guitarrista de Queen Brian May, el astrónomo Patrick
Moore y el físico Chris Lintott. Probablemente el interés de sus autores pasó
más por la narrativa que por la exposición de ideas, y es una opción válida.
Quizá el lector de Cosmicómic, entonces, no salga de su experiencia de lectura con una
idea sólida de la teoría del Big Bang (sólida a nivel intuitivo, claro, sin
apelar a los complejos modelos matemáticos), pero sí habrá recorrido una buena
exposición de ciertos momentos en la vida de las personas que contribuyeron a
esa teoría. Así, como ya señalé, si el propósito de los autores de esta novela
gráfica fue contar esa historia, ese lado “humano”, digamos, del asunto, o
simplemente narrar cómo pasó que se “descubriera” el Big Bang, entonces su
libro es un éxito y vale la pena tenerlo en la biblioteca.
Quienes ya conozcan la historia y busquen
una actualización o una buena exposición de la ciencia implicada, abstenerse.
Publicada en La Diaria en enero de 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario